lunes, 20 de febrero de 2017

MILENARIO - de Alejandro Camacho



La lechuza ocupa el árbol más viejo de un monte cercano. Nadie se explica desde cuándo, ni cómo, pero ahí está, vigilante y sigilosa, un centinela de la muerte. Tiene plumas de oro que brillan con los sueños de algunos poetas trasnochados.
Cada vez que mis ojos desean contemplarla, persigo el rastro luminoso de los cometas desorientados que buscan amor ente las auroras.
Sus patas son imponentes, a pesar de ocupar una de las ultimas ramas puedo divisar con exactitud sus gestos (hace ciento catorce noches la visito, conozco de memoria sus rasgos). Ella me saluda como siempre, yo contesto del mismo modo, sin embargo hay algo que me acongoja esta noche, es un miedo desinhibido, algo absurdo.
Conversamos de los políticos de turno y la población actual, sus teorías sobre la revolución son asombrosas. De pronto abre sus enormes alas, bajo ellas veo un gran armamento, la amenaza es inminente. Tiemblo sin sentido, intento correr y mis rodillas se clavan en la tierra del arado, donde quedo inmóvil, ninguna extremidad responde, el sudor desprendido de mi espalda se vuelve fértil. Tres raíces explotan desde mis pies, crezco rápido y sin límites, ante la silenciosa mirada del animal, la madera de quebracho cubre cada hueso, la sangre se vuelve savia espesa.
La lechuza vuela hasta mi cima, soy su nueva morada, el otro árbol cae muerto de cansancio. Mis ramas tiemblan entre el viento del norte y sus garras. Son las seis de la mañana, dos granjeros con bolsas de tela rustica cortan mis frutos, y agradecen a dios por la bendición del cultivo.

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